Dos cuentos breves de Etgar Keret

Foto: Robert Burdock

Etgar Keret (Ramat Gan, Israel, 1967) es un escritor de cuentos breves, guionista de televisión, profesor universitario y director de cine israelí.

Sus narraciones combinan un ácido sentido del humor con cierto surrealismo. Es una delicia leerlo.

Acá les dejo dos de sus cuentos.


Pizzería Kamikaze

“Creo que ella lloró en mi entierro; no es que quiera dármelas de listo pero estoy casi seguro de ello. A veces hasta consigo imaginarme cómo le habla de mí, de mi muerte, a alguien cercano a ella. De cómo me bajaron a la tumba, tan menudo y desamparado, como una tableta de chocolate rancio. De cómo, en realidad, nunca llegamos a hacerlo del todo. Y después de eso él se la folla brindándole un polvazo que es todo consuelo.”

Por Etgar Keret, del libro Pizzería Kamikaze y otros relatos:


Mi primera historia

“Escribí mi primera historia hace veintiséis años en una de las bases del ejército con más seguridad de Israel. Por aquel entonces tenía diecinueve años y era un soldado espantoso y deprimido que contaba los días para terminar su servicio militar obligatorio. Escribí la historia durante un turno especialmente largo en una sala de ordenadores aislada y sin ventanas, en las profundidades de las entrañas de la tierra. Me quedé de pie en medio de esa sala helada y miré fijamente la página impresa. No podía explicarme a mí mismo por qué la había escrito y qué propósito se suponía que tenía. El hecho de que hubiera tecleado todas esas frases inventadas era emocionante, pero también me daba miedo. Sentí como si tuviera que encontrar a alguien que leyera la historia enseguida, e incluso si no le gustaba o no la entendía, podría tranquilizarme y decirme que haberla escrito era perfectamente normal y no otro paso más en mi camino hacia la locura.

El primer lector potencial no llegó hasta catorce horas más tarde. Era el sargento picado de viruelas que se suponía que tenía que relevarme y hacer el siguiente turno. Con una voz que intenté que sonara tranquila, le dije que había escrito un cuento y que quería que lo leyera. Se quitó las gafas de sol y dijo con indiferencia: «Ni de coña. Que te jodan».

Subí unos cuantos pisos hasta la planta baja. El sol que acababa de salir me cegaba. Eran las seis y media de la mañana y necesitaba un lector desesperadamente. Como suelo hacer cuando tengo un problema, me encaminé a casa de mi hermano mayor.

Pulsé el botón del portero automático a la entrada del edificio y la voz somnolienta de mi hermano respondió. «He escrito una historia —dije—. Quiero que la leas. ¿Puedo subir?» Hubo un breve silencio, y entonces mi hermano dijo con voz de disculpa: «No es buena idea. Has despertado a mi novia y se ha cabreado». Tras otro momento de silencio, añadió: «Espérame ahí. Me visto y bajo con el perro».

Unos pocos minutos más tarde apareció con su pequeño perro de aspecto desteñido. Estaba feliz de poder ir a pasear tan temprano. Mi hermano me quitó la página impresa de la mano y empezó a leer mientras caminaba. Pero el perro quería quedarse quieto y encargarse de sus asuntos en el árbol cercano a la entrada del edificio. Trató de atrincherarse con sus pequeñas garras en la tierra y resistir, pero mi hermano estaba demasiado inmerso en la lectura para percatarse y, un minuto después, me encontré a mí mismo intentando alcanzarle mientras bajaba a paso rápido por la calle, arrastrando al pobre perro tras él.

Por suerte para el perro, la historia era muy corta, y cuando mi hermano se detuvo dos manzanas después recuperó el equilibrio y, volviendo a su plan inicial, se encargó de sus asuntos.

—Esta historia es impresionante —dijo mi hermano—. Alucinante. ¿Tienes otra copia?

Le dije que sí. Me dedicó una sonrisa de hermano-mayororgulloso-de-su-hermano-pequeño, después se inclinó y utilizó la página impresa para recoger la mierda del perro y la tiró al cubo de la basura.

Y ese es el momento en el que me di cuenta de que quería ser escritor.

Incluso si no era consciente de ello, mi hermano me había dicho algo: que la historia que escribí no era el papel arrugado y untado de mierda que ahora descansa en el fondo del cubo de la basura de la calle. Esa página solo era un conducto por el que podía transmitir mis sentimientos de mi mente a la suya. No sé cómo se siente un mago la primera vez que consigue realizar un hechizo, pero probablemente es algo similar a lo que sentí en ese momento; había descubierto la magia que sabía que me ayudaría a sobrevivir los dos largos años que me quedaban hasta que me licenciara.”

Por Etgar Keret, del libro Los siete años de abundancia (DeBolsillo, 2014)

 


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