Álvaro Mutis (Bogotá, 1923) es el capitán de un navío fantasma que sobrevivió a las mil amenazas, y decidió disfrazarse de narrador para regalarnos sus puertos luminosos y agitados, sus ríos cálidos y oleaginosos, y sus herrumbrosos navíos conducidos por Maqroll el Gaviero.
Mutis, de padre diplomático, vivió algunos de sus primeros años en la Bruselas de las décadas de 1920-1930. A sus ocho años, la familia incompleta debió regresar a Colombia luego de la repentina muerte de su padre, pero Álvaro se quedó en Bélgica estudiando en un colegio de padres jesuitas, en el cual conoció a Roma y Bizancio viajando por los libros de historia.
Por aquel tiempo, su madre había establecido al resto de la familia en una finca en la región centro-occidental de Colombia, en los alrededores de un bosque de niebla formado por la estruendosa confluencia de los ríos ecuatoriales Coello y Cocora.
En un tiempo en que los ríos eran las principales rutas del transporte de personas y carga, Álvaro Mutis encontró en aquella región del trópico colombiano al complemento perfecto para desatar su imaginación literaria. El contraste entre la Europa más moderna y la selva más inhóspita, filtrados por el lente febril de Mutis, nos regalaría las tribulaciones de Maqroll el Gaviero y sus amores furtivos, sus viajes maravillosos y sus visiones fantasmales.
Lo primero que me atrapó de Mutis fue un libro con un nombre encantador: “Ilona llega con la lluvia“. Gracias a este, conocí a Maqroll el Gaviero y a un cocinero jamaiquino que preparaba una pierna de cerdo en ciruelas digna de todos los honores.
Acá les dejo un extracto que no es más que una invitación a navegar por las letras de Álvaro Mutis.
Ilona llega con la lluvia (extracto)
(…)
“La vi de espaldas, manipulando una de las máquinas que producía toda suerte de sonidos y campanilleos anunciadores de un acierto en las figuras. Dudé un instante. Era casi imposible que estuviera en Panamá, si me atenía a las últimas noticias que de ella tenía. Me acerqué y volvió el rostro con esa expresión tan suya de regocijada sorpresa que a cada instante le afloraba con cualquier pretexto. Sí, era ella. No cabía la menor duda:
-¡Ilona! ¿Qué haces aquí? -acerté a decirle torpemente.
-¡Gaviero loco! ¿Qué diablos haces tú en Panamá?
Nos abrazamos y luego, sin decir palabra, fuimos a sentarnos en un pequeño bar que había en el patio, protegido por una marquesina invadida por enredaderas. Pidió dos vodkatonics. Se quedó mirándome un rato que pareció interminable. Luego, me dijo con un tono en el que se insinuaba cierta alarma casi piadosa:
-Ya veo. No andan bien las cosas, ¿verdad? No, no me cuentes ahora nada. Tenemos todo el tiempo del mundo para ponernos al día. Lo que me preocupa es encontrarte precisamente en el lugar en donde jamás debieras haber anclado. De aquí no sale nadie y menos si llega hasta donde veo que tú has llegado. Aquí hay que estar de paso, nada más. Sólo de paso. Pero, dime, allá adentro, ya sabes a lo que me refiero, allá, en el fondo, donde guardas lo tuyo, ¿cómo está todo? -me miraba con atención de pitonisa fraterna, de hembra que conoce muy bien al hombre al que interroga.
-Eso, ahí -le contesté con voz que a mí mismo me sorprendió por regocijada y serena-, sigue muy bien. Todo en orden. Lo malo es lo otro. Lo de afuera. Tienes razón, aquí era justamente donde no había que vararse, pero así sucedió, no tuvo remedio. Tengo dos dólares en el bolsillo y son los últimos. Pero ahora que te veo, que te siento aquí, frente a mí, te confieso que todo eso se convierte en un pasado que se esfuma en este instante gracias al vodka, al olor de tu pelo y al acento triestinopolonés de tu español. Vuelvo otra vez a sumergirme en algo muy parecido a la felicidad.
-Muy mal deben andar las cosas para que te pongas sentimental y galante. Además, no te va -comentó riéndose con ese sarcasmo que solía usar siempre para esconder sus sentimientos. Entrábamos de lleno al tono normal de nuestras relaciones, hecho de un humor que, a menudo, podía llegar a lo macabro y de la regocijada constatación de los lazos que nos unían y de los saltos de carácter que, sin separarnos, acababan siempre lanzándonos hacia caminos opuestos.”
(…)
Autor: Álvaro Mutis. De su libro “Ilona llega con la lluvia” (Norma, 1992).
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