Este es un recuerdo de Amanda. Un zarpazo en su memoria que la regresaba a su mar de mermelada. Había despertado sobresaltada después de un sueño de moscas por doquier y una mesa poblada de alimentos descompuestos. Una televisión chirriaba el arrastre de inmensos contenedores rojos y la persiana abofeteaba la pared, como una mano histérica. En aquel momento lo supo. Su mañana sería de mostaza, miel y poesía.
Esa combinación poblaba sus mejores recuerdos. Su arma secreta contra tanta realidad. Contra el taconeo inclemente de las noticias sobre el lado posterior derecho de su frágil cerebro. El sueño la había dejado sudada, la almohada empapada y el cabello húmedo embutido en su oreja izquierda. La almohada olía a kerosén y al pararse, debió caminar entre restos de botellas quebradas. Una vez más respiró la certidumbre de que debía recurrir a una mezcla de mostaza, miel y poesía.
Sin cepillarse los dientes, fue hasta la cocina por su pequeño plato, tres rebanadas de pan de molde, dos cucharadas de pollo desflecado, siete minúsculas rodajas de cebollín y su primer trofeo del día: un dibujo de hilos amarillos vertidos sobre su emparedado.
Al pisar el pequeño charco que reposaba al pie de la nevera, sintió la pulsión de ir a desayunar en el estudio. Tomó su contenedor de miel-mostaza y bostezó ocho pasos hasta ese pequeño cuarto en el que los libros desbordaban las paredes. Arrimó el periódico amarillento que dormía en el escritorio, aterrizó el bocadillo en un toallín y peló por dos libros: El ojo de la mujer de Gioconda Belli y De amantes de Elena Vera.
Oyó una vez más la gotera, alzó la vista y leyó las líneas garabateadas en la hoja arrugada sobre el corcho:
“Estoy flotando sin raigambre alguna. ¿Dónde quedó aquella gallardía manteniéndome erguida vislumbrando en alternancia oscuridad y deslumbre?”
-Baahh!- exclamó Amanda- seguro Antonia Palacios no desayunaba emparedados con pollo, miel y mostaza.
Aquella mañana sólo quería letras que la devolvieran a la momentánea certidumbre de la amante. La realidad era un semáforo que titilaba en amarillo y pitaba como camión retrocediendo. Así fue que el segundo mordisco le vistió de amarillo la comisura de la boca y migajas de pan llovieron sobre una página de Gioconda Belli:
“Vaguemos
Desafiemos el aire que nos corta el paso,
la realidad que es como palo de donde estamos amarrados (…)
Vago
Vaga
Vaguemos
Desafiemos las reputaciones y las miradas de los buitres (…)
Prefiero acabar mis días en alguna ribera desconocida,
sin nombre, ni apellido
que tener que ver sus caras,
antes de cerrar los ojos.”
Comenzaba a olvidar las noticias. La lectura de las poetisas era bálsamo que reconfortaba su adolorida espalda. Ya no recordaba el vaho putrefacto. Con el último mordisco de mostaza quiso sentirse huésped de algo parecido al amor, y leyó a Elena Vera:
“Huésped
No me siente usted en su alta mesa
no me tiente con sus manjares delicados
no me dé a beber de ese licor exquisito
no me deslumbre con sus ademanes
no resquebraje la aparente frialdad de mi cuerpo
no entre así, viento terrible, en mis días
no me enseñe el otro lado del poema
no me decrete nuevas emociones
no le conceda otro ritmo a mis noches
no borre la verdad de mis amaneceres
no diga que me ama
tendría miedo a la melancolía de la ausencia
Deme posada en el último cuarto
Allí
donde nadie sepa
un sorbo de agua, apenas, para la sed
y sopa caliente para confortar el cuerpo
entraré
suavemente
en la noche
y caminaré bajo las estrellas.”
Con estos desayunos, Amanda lograba compensar las desagradables noticias que poblaban el resto de sus días, la estridencia cotidiana de su oficina, el gesto quejumbroso de sus vecinos y el grito sostenido del televisor a la hora de la cena.
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