El domingo 24 de julio de 2016, el establishment político chileno fue sorprendido por la movilización de cerca de cien mil personas, que marcharon en el centro de Santiago bajo la consigna “No + AFP”.
AFP es el acrónimo de las Administradoras de Fondos de Pensiones, las entidades financieras encargadas de administrar los ahorros previsionales de la mayoría de los chilenos. Este sistema ha sido, para muchos, un ejemplo de administración virtuosa de los ahorros de los trabajadores para su retiro, el cual está asociado con transparencia (los ahorros de cada trabajador se encuentran en cuentas de capitalización individual, cuyos montos acumulados pueden ser conocidos por sus dueños) y con el fortalecimiento del ahorro nacional como fuente para la inversión del país (los fondos acumulados no pueden ser usados masivamente por los gobiernos para atender necesidades coyunturales de financiamiento del gasto público).
Pese a las bondades teóricas y prácticas de este arreglo institucional, en los últimos tiempos ha crecido la insatisfacción con las pensiones efectivamente cobradas por las personas que se jubilan, y este malestar ha tenido un eco creciente en la opinión pública. La manifestación del 24 de julio fue una señal de alarma sobre este malestar y las encuestas recientes confirman esta tendencia.
El caso de la insatisfacción con el esquema institucional de las AFPs chilenas tiene algunas aristas que vale la pena comentar.
Incentivos y justicia distributiva
Quienes se preocupan por la desigualdad argumentan que el esquema previsional chileno hace que los montos de las jubilaciones dependan demasiado del ahorro individual (en el extremo, cada quien obtiene una pensión que depende únicamente de su propio ahorro), y que esto podría ser injusto con quienes han tenido menores oportunidades económicas que otros. De este argumento se desprende que debería existir un “pilar solidario”, con cargo a una fracción de la contribución individual (y eventualmente a fondos públicos, por ende a la recaudación tributaria), que permita complementar las pensiones de quienes han tenido menores oportunidades culturales, educativas y sociales.
Quienes se preocupan por la eficiencia y los incentivos argumentan que los subsidios a las pensiones destruyen los incentivos al esfuerzo y al ahorro durante la vida productiva. De acuerdo a este argumento, si el monto de las pensiones estuviera garantizado, las personas elegirían esforzarse y ahorrar menos durante su vida productiva. Por el contrario, cuando las pensiones dependen del esfuerzo, las personas estarían dispuestas a trabajar durante un mayor número de años y ahorrar una mayor proporción de su salario mensual.
Las sociedades suelen escoger una mezcla entre objetivos de justicia social y objetivos de eficiencia. El sistema previsional chileno podría evolucionar hacia una mayor justicia social sin sacrificar las ganancias derivadas de la administración privada de los fondos, bajo el esquema de AFPs privadas y con un grado de independencia de los gobiernos de turno, pero introduciendo modificaciones regulatorias que mejoren la administración del sistema y calibren los incentivos de las propias AFPs.
Cambios demográficos y expectativas de pensiones
Varias explicaciones del malestar con las pensiones efectivamente devengadas por los chilenos se basan en los cambios demográficos que ha experimentado este país en las últimas décadas. En particular, la esperanza de vida ha aumentado pero la tasa obligatoria de contribución (el ahorro forzado) y la edad de jubilación se mantienen invariables. Esto inevitablemente se traduce en menores pensiones efectivas mensuales. Un ejemplo puede ayudar a visualizar esta realidad.
Supongamos que cuando se diseñó el sistema previsional la esperanza de vida era de 72 años y la edad de jubilación era de 65 años. Bajo este escenario, se esperaba que, en promedio, las personas ahorrasen para financiar siete años de vida laboralmente inactiva. A partir de estos datos se estableció un porcentaje de ahorro forzado mensual, digamos 10%. El cálculo entonces podía traducirse en que si una persona ahorraba el 10% de su salario mensual, durante un período de 30 años, entonces podía esperar jubilarse con una pensión de alrededor de 70% de su último salario.
Pero resulta que la esperanza de vida ha aumentado a, digamos, 82 años. Esto significa que lo que se ahorraba para financiar 7 años de vida laboralmente inactiva ahora debe “estirarse” para financiar 17 años (diez años, o 120 meses, adicionales). Bajo este nuevo escenario, las pensiones efectivamente devengadas son menores que las esperadas.
Bajo un sistema de pura capitalización individual (cada quien obtiene lo que ahorra, actualizado por su rendimiento financiero y deducidos los gastos de administración), la respuesta a este cambio demográfico implica una mezcla entre dos opciones: a) Aumentar la tasa de ahorro forzado mensual desde su 10% actual; y b) Aumentar la edad de jubilación desde los actuales 65 años.
Ambas opciones implican una desmejora de las condiciones del “contrato social” inicial y por tanto generan malestar.
Bajo un sistema en el que el aporte individual sea complementado por un fondo solidario, de manera de garantizar un mínimo con referencia a lo que se considera como “socialmente justo”, suele haber un problema adicional. Los cambios demográficos descritos suelen estar acompañados por un envejecimiento relativo de la población de los países, debido a la combinación entre mayor esperanza de vida y menores tasas de natalidad. Esta mezcla implica que hay un decreciente número de personas activas, cuyas contribuciones (ahorro previsional directo más pago de impuestos destinados a un eventual subsidio estatal) deben financiar a un número creciente de personas inactivas. Esto añade una complejidad adicional al la discusión, bajo la forma de una suerte de subsidio intergeneracional.
Justicia procedimental y legitimidad del sistema
El sistema está diseñado bajo la premisa de que si las AFP deben competir entre sí para captar clientes, entonces estas tendrían incentivos a ofrecer mezclas atractivas entre rendimientos de los fondos ahorrados y comisiones por gastos administrativos. La competencia en el mercado de AFP alimentaría la búsqueda por parte de estas de mayores rendimientos en la colocación de los fondos ahorrados y de menores costos operativos. Estos últimos son el tipo de objetivos que los mercados alcanzan mejor que el Estado.
En el caso chileno, frente a la emergencia del malestar derivado de los desafíos distributivos y demográficos descritos, hay un desafío adicional: un sector del país piensa que los problemas son alimentados (o magnificados) por el hecho de que el sistema es administrado por unas AFP que son empresas privadas, orientadas a competir en el mercado. Según esta visión, las AFP privadas son organizaciones dirigidas a maximizar el lucro a expensas de los ahorristas, lo cual lograrían exponiéndose a niveles de riesgo superiores a los socialmente deseables, cargando las pérdidas a los ahorristas y capturando una fracción desmedida de las ganancias. Además, el sistema usaría los ahorros de los trabajadores para financiar a bajas tasas a empresas relacionadas y al propio sistema bancario. Toda una colección de “vicios capitalistas”.
¿Por qué la solución de mercado pierde legitimidad?
Hay dos respuestas, una tradicional e insuficiente y una ignorada, complementaria y determinante.
La respuesta tradicional es que el sistema pierde legitimidad debido a una mezcla entre factores estructurales (los montos ahorrados ya no son suficientes para financiar una vida inactiva más larga) y fallas en la regulación de las propias AFPs.
En consecuencia, la “medicina” implicaría una mezcla entre aumentos de la edad de jubilación, incremento de la tasa de ahorro forzado, fortalecimiento del “pilar solidario” y mejoras regulatorias para dar incentivos a las AFPs a comportarse de manera más alineada con los intereses de los ahorristas. Todo esto dentro de los parámetros fundamentales del modelo vigente.
La respuesta ignorada es que en el diseño de instituciones regulatorias importa no solo el resultado, sino también el proceso mediante el cual se alcanza un resultado. Las AFPs chilenas fueron impuestas durante la dictadura militar y los miembros de las fuerzas armadas gozan de un sistema previsional basado en un fondo solidario administrado por el Estado. El símil sería el de un médico que recomienda un tratamiento que él no se aplicaría a sí mismo. Esto es una expresión de lo que en la literatura se conocen como problemas de justicia o equidad procedimental.
Un ejemplo reciente es elocuente. En una entrevista realizada a Juan Ariztía Matte, primer y único Superintendente de AFP durante la dictadura de Pinochet, y publicada el domingo 07 de agosto de 2016 en el diario chileno El Mercurio, puede leerse lo siguiente: el entrevistador, Pablo Obregón Castro pregunta: “¿Ustedes intentaron convencer a las Fuerzas Armadas de incorporarse al sistema de cuentas individuales?”, a lo que Ariztía responde: “No que yo sepa; no me tocó a mí. Naturalmente que no se me hubiera ocurrido decirle a Pinochet ‘por qué no se ponen ustedes acá también'”.
Aunque el resultado de un nuevo diseño institucional sea superior a lo que existía previamente, las personas valoran la justicia, equidad o transparencia mostrada en el proceso. No importa solo el “qué”, también es importante el “cómo”.
El diseño de instituciones regulatorias en América Latina suele estar signado por fallas de justicia procedimental: los procesos de diseño e implementación institucional son cuestionables, poco claros, con obligaciones y privilegios arbitrarios y mal comunicados. En atención a esto, los ajustes al sistema deberían incluir elementos procesales, comunicacionales y señales de transparencia que le otorguen legitimidad al sistema.
La justicia procedimental es algo que nuestros políticos y tecnócratas (y particularmente los economistas) suelen ignorar o despreciar.
Esto es algo que puede estar en la base de la inconformidad con muchas de las reformas pro-mercado que se han llevado a cabo en América Latina.
Esto es algo que da pie al crecimiento de opciones electorales populistas, que se aprovechan del resentimiento pero no producen instituciones regulatorias más justas ni más eficientes.
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