Leonardo Padura (La Habana, 1955) ha parido a uno de los detectives más nobles de las novelas policiales contemporáneas: Mario Conde.
El Conde aprecia el ron, la música de Creedence Clearwater Revival, respeta a los malandros decentes, da la vida por sus amigos, entrega su confianza a la intuición y la mayoría del tiempo sufre penas de amor.
Yo lo conocí en Adiós, Hemingway (Norma, 2003), lo seguí en Máscaras (Tusquets, 1997) y Paisaje de otoño (Tusquets, 1998) y alcancé una borrachera de disfrute con La Neblina del ayer (Tusquets, 2009). Para mí esta última es una cúspide memoriosa, de una nostalgia balsámica y optimista.
Confieso que no me enganchó El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009), pero siempre puede haber una segunda oportunidad en que sí surja el romance.
“Regresó a la cocina reclamado por el olor del café. Preparó la jarra con el azúcar y endulzó la infusión, para luego servirse la taza exagerada que le exigía su cuerpo. Se acomodó en la mesa y a través de la ventana observó el cielo limpio y estrellado del epílogo del verano. Aquel vacío oscuro, extendido hasta el infinito, tal vez quería decirle algo con relación a su propia vida, aunque Conde se resistió a escucharlo. Su cuota de dolores físicos y del alma se había desbordado con las alucinantes experiencias vividas en los últimos días y necesitaba del olvido como de un bálsamo reparador. Pero su mirada lo traicionó de un modo flagrante, y su propia vista volvió, como imantada, al vacío impávido del cielo, empecinado en envolverlo. Entonces dio dos caladas al cigarro y aplastó la colilla.
– ¿Estoy obligado a pensar?, ¿a revolver la mierda que tengo en la cabeza? -le preguntó a la oscuridad y se puso de pie-. Pues vamos a hacerlo en forma: al duro y sin guante…”
Fragmento de La neblina del ayer (Tusquets, 2009)
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