Eugenio Montejo (Caracas, 1938) fue un poeta y ensayista venezolano, fundador de la revista Azar Rey y cofundador de la revista Poesía, de la Universidad de Carabobo.
Es un poeta que pudiésemos llamar “contemplativo”, que observa el mundo desde una terraza, y desde allí se roba sus detalles y los resalta y crea un universo diminuto que te atrapa en su danza y su textura.
Usted sabe que la poesía, pese a los intentos, es más fácil leerla y sentirla que explicarla o analizarla. Por eso solo algunos encuentran un cuerpo habilitado para sentir sus ecos. Para ustedes, es el canto de Montejo.
Acá les dejo una breve selección.
La Poesía
La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
-ni siquiera palabras.
LLega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos
Escritura
Alguna vez escribiré con piedras,
midiendo cada una de mis frases
por su peso, volumen, movimiento.
Estoy cansado de palabras.
No más lápiz: andamios, teodolitos,
la desnudez solar del sentimiento
tatuando en lo profundo de las rocas
su música secreta.
Dibujaré con líneas de guijarros
mi nombre, la historia de mi casa
y la memoria de aquel río
que va pasando siempre y se demora
entre mis venas como sabio arquitecto.
Con piedra viva escribiré mi canto
en arcos, puentes, dólmenes, columnas,
frente a la soledad del horizonte,
como un mapa que se abra ante los ojos
de los viajeros que no regresan nunca.
La tierra giró para acercarnos
La tierra giró para acercarnos,
giró sobre sí misma y en nosotros,
hasta juntarnos por fin en este sueño,
como fue escrito en el Simposio.
Pasaron noches, nieves y solsticios;
pasó el tiempo en minutos y milenios.
Una carreta que iba para Nínive
llegó a Nebraska.
Un gallo cantó lejos del mundo,
en la previda a menos mil de nuestros padres.
La tierra giró musicalmente llevándonos a bordo;
no cesó de girar un solo instante,
como si tanto amor, tanto milagro
sólo fuera un adagio hace mucho ya escrito
entre las partituras del Simposio.
Amantes
Se amaban. No estaban solos en la tierra;
tenían la noche, sus vísperas azules,
sus celajes.
Vivían uno en el otro, se palpaban
como dos pétalos no abiertos en el fondo
de alguna flor del aire.
Se amaban. No estaban solos a la orilla
de su primera noche.
Y era la tierra la que se amaba en ellos,
el oro nocturno de sus vueltas,
la galaxia.
Ya no tendrían dos muertes. No iban a separarse.
Desnudos, asombrados, sus cuerpos se tendían
como hileras de luces en un largo aeropuerto
donde algo iba a llegar desde muy lejos,
no demasiado tarde.
Las Ranas
No más teorías: me sumo al coro de las ranas.
Quiero oírlas croar esta noche, rodeándome.
En su alfabeto percibo una sola vocal
y las burbujas del pantano.
El piano que nos dieron marca las mismas notas
ya demasiado repetidas. Basta.
Tal vez sea un ángel esa sombra
que se eleva a la puerta de mi caverna.
No me consta.
La oscuridad de Dios nunca deja ver nada claro.
El tiempo puede girar en redondo,
depende de la lluvia, del viento entre los árboles.
No más teorías: ya oímos al espectro,
acallemos al Príncipe Hamlet.
Por hoy me bastan las voces de las ranas,
quiero oírlas croar esta noche más cerca
dejando que me llenen los sentidos
con su taoísmo solitario
hasta que se borren los enigmas del mundo.
En sus coros me entrego a la máxima gracia.
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