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El silencio tampoco es una terapia. El mutismo no es más terapéutico que la palabra hecha voz o tinta o una colección de ceros y unos que se transforman en letras sobre una pantalla. La palabra parece ser el único refugio, no hay más, ni el silencio ni la evasión traen verdadero sosiego. Debo entonces volver a ella, como quien sabe que la única puerta de salida del dolor es nombrarlo, decirlo, reconocerlo. Solo a partir de allí hay sentido. La palabra siempre vence con sonoridad y significado, con su poder de regurgitar lo que antes era ácido íngrimo, ácido estéril, ácido que no sirve para digerir nada porque no hay nada que pueda ser abrasado. Entonces la palabra nos libera y nos regresa al principio. No entendemos y solo la palabra puede darnos sentido.
Hablo de esto porque lo que ocurre en Venezuela suele llevarme al silencio. ¿Qué es posible decir sin repetirnos el cuento tan trillado? Hablar de Venezuela es tan lugar común. Repase a los analistas o a los articulistas dominicales. Vuelva a leer a los expertos. Regrese a las narraciones de la política o la economía. Encontrará, sin más, un cuento que se repite desde hace dieciocho años. Una catástrofe, un cultivo maldito, una carretera que termina en un acantilado, un mar de rocas ponzoñosas, un delirio, una borrachera, una escasez inagotable, una delgadez extrema, una malaria regresada, una estampida, una locomotora desbocada.
Un silencio. Y entonces regresa la palabra.
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El domingo 15 de octubre se celebraron elecciones de gobernadores en Venezuela. Hasta las siete de la tarde los dirigentes de la oposición se mostraban sonrientes y declaraban que eran portadores de buenas noticias, pero que esperarían a que el árbitro se manifestara. Un par de horas después, el árbitro habló y anunció que el gobierno había obtenido al menos 17 de 23 gobernaciones, y que había alcanzado el 54% de los votos totales. Inaudito, terrible, que esto pudiera ocurrir en un país sumido en la más profunda crisis social y humanitaria de su historia.
Entonces, como ha ocurrido en tantas otras veces, sobrevinieron los reclamos de fraude y con estos llegó una vez más la depresión. En la mañana siguiente una bruma de tristeza y rabia invadió el día de muchos venezolanos, dentro y fuera del país. Es una sensación harto conocida, tanto que deberían prescribirse antidepresivos para nuestras mañanas postelectorales. A medida que la crisis humanitaria del país se profundiza, se pronuncian también las expectativas de una derrota electoral del gobierno chavista. Pero esto rara vez ocurre, y el 15 de octubre de 2017 tal derrota tampoco fue anunciada. ¿Qué fue lo que ocurrió y a qué atenerse ahora?
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Lo primero que habría que decir es que cuando la tragedia se observa desde el exterior, desde los zapatos de quienes emigramos o huimos o fuimos expulsados, hay que anteponer el respeto por quienes permanecen en la trinchera, por quienes eligieron luchar en el terreno o se sienten atrapados en el lodo chavista. Es fácil juzgar desde la distancia, decir que “lo sabíamos”, recomendar suplicios o violencias, reclamar explicaciones o supuestas consecuencias. El que reclama tal o cual estrategia debe comprar humildad, o regresarse y poner su propio pellejo en garantía de sus palabras.
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En esta elección, la oposición no solo se enfrentó a un oponente poderoso, que usó todos los recursos del Estado como una maquinaria de propaganda, control y movilización, sino también se enfrentó a sus propias corrientes antipolíticas y abstencionistas. El gobierno supo alimentar estas fracturas internas usando la parcialidad del Consejo Nacional Electoral, las confirmaciones de los intentos de diálogo y la amenaza de sujeción a la Asamblea Nacional Constituyente, como elementos inhibidores de la disposición a votar del público opositor. Todo esto unido a que, quizá tratando de hacer un uso eficiente de los recursos escasos, la oposición sigue concentrando sus esfuerzos en los municipios urbanos, dejando al mercado político rural a merced del oficialismo, mercado este último en el que el peso del empleo público, el clientelismo y la atención discursiva del chavismo, todo eso combinado, tiene un efecto electoral indudable.
Frente a todo esto, la apelación a las denuncias de fraude y trampa, sin el correspondiente sustento cuantitativo de las actas de votación, solo conduce a un desestímulo creciente de la disposición a votar en unas eventuales elecciones presidenciales. El dibujo es poco alentador y solo se avizoran dos opciones: (a) El incremento de la emigración de quienes piensan que “la única salida es el aeropuerto o las carreteras panamericanas”; y (b) La convocatoria a una insurrección o lucha clandestina, que hasta ahora muestra más comandantes del teclado que contingentes efectivos formando comités de base y células de trabajo clandestino.
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Finalmente, sería deseable que al interior de los partidos mejor organizados y con mayor vocación de poder, dentro de la oposición, se instituyera la figura de que después de una derrota electoral, los dirigentes que condujeron la maquinaria y asumieron las candidaturas representativas, dieran un paso al lado y abrieran paso a los liderazgos emergentes. En particular, en el caso de Primero Justicia, partido que se vislumbra como uno de los grandes derrotados de este proceso, dirigentes como Henrique Capriles y Carlos Ocariz podrían dar paso a sucesores internos como, por ejemplo, Miguel Pizarro.
La figura institucional de que los candidatos derrotados asumieran pública y abiertamente su responsabilidad individual en una estrategia fallida, podría cambiar parte de la explicación de la propia derrota desde una que solo descansa en factores externos (e inhibidores, como hemos argumentado), hacia la asunción de los errores propios y la posibilidad del relevo como giro estratégico, dentro de los principios generales del partido al que pertenecen unos y otros.
A pesar del enorme peso de la antipolítica en la deriva de la oposición venezolana, los partidos políticos organizados en estructuras funcionales con visión de largo plazo, representan la única posibilidad de construir una alternativa al chavismo, con vocación de poder.
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